miércoles, 12 de abril de 2023

Vertebrar la clase, integrar la diversidad

El presente post se corresponde con el artículo “Vertebrar la clase, integrar la diversidad”, escrito por Joan Coscubiela, director de Escuela del Trabajo de CCOO, para la digital Revista Perspectiva. Correspondencia no implica asunción, si no que es la base de la entrada que se cita.

Aquí, se trata de plantear el dilema entre identidad de clase y diversidad. Sin quitarle trascendencia a la reflexión, en algunos momentos ha parecido que algunas de las personas participantes en la polémica la planteaban en términos parecidos a aquella trampa emocional de “¿a quién quieres más, a papá o a mamá?”.

Aunque hay posiciones mucho más matizadas, en los extremos se sitúan quienes creen que la defensa de la diversidad refuerza, en todos los casos, los valores individualistas y deteriora el espíritu colectivo de la identidad de clase. Dicho así es como si la clase no estuviera configurada por personas diversas. Y en el otro extremo, se encuentran quienes consideran que eso de la clase es una antigualla del siglo XX y que la política debe girar sobre el eje de los conflictos culturales, como si el propio concepto de clase no contuviera importantes factores culturales.

En mi opinión en este debate, se cometen algunos errores de partida. El primero tiene que ver con la construcción histórica del concepto de clase obrera. El segundo se deriva del hecho de ignorar o no analizar suficientemente los grandes cambios socioeconómicos de nuestra sociedad en las últimas décadas.

El concepto de clase obrera, a veces se ha presentado como un ente compacto. Sin embargo, nunca negó la diversidad en su seno, no solo desde la perspectiva de las personas trabajadoras y sus sindicatos.

Así, en sus inicios el capitalismo industrial consiguió elevadas rentabilidades, no solo apropiándose de las tierras que explotaban comunalmente los campesinos para forzarles su inmigración hacia la industria y la ciudad. También utilizó el trabajo de las mujeres y el de los niños, incluso menores de 10 años, para su estrategia de reducción de costes, forzando así las bajadas de salarios.

Ante ello, y desde sus comienzos el incipiente movimiento obrero planteó reivindicaciones que atendían a esa diversidad, desde la limitación primero y la prohibición después del trabajo de los niños, hasta reivindicaciones que atendían a los derechos de las mujeres. Es verdad que en muchas ocasiones estas reivindicaciones que se presentaban como igualitarias contenían importantes elementos de ideología patriarcal, como prohibir a las mujeres ciertos trabajos para “protegerlas de las debilidades” inherentes a su sexo.

Las luchas contra el capitalismo y el patriarcado confluyeron en muchas ocasiones, a pesar de que la ideología patriarcal estaba muy infiltrada en el tuétano de la conciencia social y también de las organizaciones que luchaban contra la explotación capitalista. No cabe duda que así continúa siendo en muchos casos, no sólo en países extranjeros.

Quizás ha sido eso lo que nos ha dejado una imagen del sindicalismo monopolizado por hombres de sectores industriales. Afortunadamente la ficción, sea como novela o cine, han venido para matizar estas imágenes. Baste recordar películas como “Norma Rae” o “En tierra de hombres”, entre otras.

Tampoco debería pasarse por alto que, desde sus inicios, el sindicalismo fue muy activo en la batalla cultural. Especialmente significativas fueron las iniciativas en torno a la formación, los ateneos obreros, las casas del pueblo, clubs deportivos y otras formas de asociacionismo.

Sin embargo, las condiciones materiales del sistema de producción generaron una identidad muy fuerte y compacta como clase obrera. No fue la negación de la diversidad dentro de la clase. Fue el hábitat. El taylorismo industrial se caracterizó por la concentración de trabajadores en grandes centros de trabajo, lo que facilitaba aumentos de productividad y de los beneficios empresariales, al mismo tiempo que permitía un mayor control social de las personas trabajadores y la disciplina sobre ellas, incluso fuera de su lugar de trabajo.

La imagen que mejor refleja esta realidad es la de las colonias textiles; allí, junto a la fábrica, se construyeron las viviendas de los trabajadores, los economatos en los que las familias estaban obligadas a comprar, utilizando en muchos casos la moneda expedida por la propia empresa. Y para garantizar el control ideológico y la disciplina social, las empresas también se responsabilizaban de las escuelas y del centro religioso con su correspondiente oficiante. Todo esto se encontraba en un espacio territorial limitado y controlado al extremo por el burgués de turno. En España, el centro religioso y su oficiante deben ser traducidos como la iglesia y su párroco.

Hoy, esa realidad se ha transformado radicalmente. El “taylorismo digital” -concepto que le debemos al amigo Ignacio Muro Benayas- se caracteriza porque ha conseguido articular formas de trabajo en el que la mayor productividad y los beneficios se alcanzan no concentrando a los trabajadores en un gran centro de trabajo, sino muy al contrario teniéndolos dispersos. La dispersión no supone un menor control sobre las personas trabajadoras, porque la digitalización permite no solo un mayor control social sino en muchos casos un aumento de poder empresarial y del capital.

Conviene advertir que las innovaciones tecnológicas por si solas no producen ningún cambio. Es la ideología la que, a partir del sustrato de las innovaciones, propicia cambios y disrupciones importantes en las estructuras socioeconómicas y en la sociedad. Cambios culturales, por supuesto.

En paralelo al “taylorismo digital” asistimos a la hegemonía ideológica de la mercantilización social, que se expresa en la máxima neoliberal de “el mercado da, el mercado quita”. Hasta el punto de que al mercado se le otorga no solo la función de distribuir bienes y servicios en exclusiva, sino que se le dota de legitimidad para ordenar las relaciones sociales y se le reconoce como el verdadero regulador de facto de la sociedad. El sumun de esta ideología lleva a algunos a considerar como derecho todo aquello que se pueda adquirir en el mercado.

Mientras el taylorismo digital individualiza -que no personaliza- las relaciones, el mercantilismo otorga a los individuos la capacidad para convertir sus deseos y voluntades en derechos, de tal manera que les convierte en “individuos tiranos” frente al resto de personas y la sociedad.

Este maridaje entre taylorismo digital y mercantilización de la sociedad están actuando como un factor corrosivo de cualquier construcción de identidad colectiva.

La respuesta del sindicalismo ante esta nueva realidad es compleja. De entrada, porque no la puede acometer en solitario, se nace necesario generar un nuevo paradigma social que facilite que el sindicalismo pueda desarrollar su función de auto organización social y representación colectiva.

En estos momentos, en el que las crisis se encadenan y muestran la insostenibilidad de este orden social, se están abriendo brechas y oportunidades para construir ese nuevo paradigma ideológico que, entre otras cosas, reequilibre los papeles del mercado y el estado en beneficio de este último. Un estado que ya no va a ser únicamente el estado nación, y en el que la UE –aunque no con la forma tradicional de un estado- puede jugar un papel importante. Lo está jugando ya, a golpe de crisis.

Es en ese contexto en el que se está librando la batalla cultural que hace compatible clase con diversidad. Una de las claves pasa por dar respuestas a la compleja y contradictoria dialéctica entre individualización y personalización. En ocasiones se presentan como sinónimos pero que no lo son. El individuo responde a la lógica del mercado. La persona responde a la lógica de la comunidad.

Este es un reto que emplaza directamente al sindicalismo. A lo largo de la historia, el trabajo, los trabajos, siempre han ocupado una gran centralidad social. En el origen de las grandes transformaciones sociales siempre encontramos cambios en la forma social que adoptan los trabajos.

En esta evolución del trabajo se detecta un potente hilo conductor, el constante aumento de la libertad en la prestación del trabajo. Cada una de las formas de trabajo contiene más elementos de libertad que la anterior, aunque en ocasiones se hayan producido recidivas. Basta comparar el esclavismo con el trabajo asalariado.

Hoy, estamos ante uno de esos momentos de cambio en los que las tecnologías permiten una mayor personalización en la prestación de los trabajos, al tiempo que propician una mayor individualización en su prestación y en la relación entre trabajos y capital.

Reforzar la personalización y combatir la individualización es la nueva alquimia a la que la sociedad en su conjunto y el sindicalismo está llamada a responder. De ello se desprenderá no solo las nuevas formas de organizar el conflicto social en el siglo XXI, sino también la propia organización de la sociedad.

De manera simplificada podríamos decir que la principal función cultural del sindicalismo hoy es integrar en su seno todo lo que la empresa y el capitalismo digital desintegra e individualiza. Al tiempo que se trabaja para vertebrar en la comunidad todo lo que el mercado y la sociedad mercantilizada desvertebra. Es el viejo reto de vertebrar la clase, reconociendo la diversidad e integrándola.

Como siempre, mucho más fácil de decir y escribir que de hacer. Tampoco eso es nuevo, es el sino de la humanidad y de sus avances.