Me permito publicar un brillante artículo de D. Pedro Gómez García, profesor del Departamento de
Filosofía, Universidad de Granada, con el cual coincido plenamente.
El todo escapa a las partes, por
definición y por limitaciones insuperables de orden físico y cognitivo. Pero
necesitamos referimos al todo, que también depende de las partes, algunas de
las cuáles -como el cerebro humano- alcanzan una cierta aproximación suya, un
cierto conocimiento del todo, quizá a modo de sinécdoque. Lo que nunca cabe es
un conocimiento total del todo. No hay evidencia de una conciencia cósmica;
aunque parece razonable que, si hay un todo universo, es porque consta de
alguna clase de unidad, porque es sistema en algún sentido y se continúa a sí
mismo en la evolución temporal. Ahora bien, entre esa realidad en expansión y
el conocimiento posible para el entendimiento humano media un abismo
insalvable. La pretensión de conocer la totalidad resultará siempre una media
verdad, o una completa falsedad. El pretendido saber absoluto no puede estar
sino absolutamente errado sobre sí mismo. Esto vale tanto para la física como
para la teología, pasando por la biología y la antropología. Conocer será
siempre problemático y requerirá andar siempre corrigiendo desenfoques.
En astrofísica, la última
observación publicada sobre una protogalaxia de los remotos confines del cosmos
representa el conocimiento más actual de lo más lejano y más antiguo. Nos llega
ahora noticia de fenómenos que ocurrieron hace trece o catorce mil millones de
años. Las diversas observaciones astronómicas captadas en nuestra
contemporaneidad, sincrónicas para nosotros, sólo lo son aparentemente, pues
ponen en relación para el observador hechos totalmente anacrónicos entre sí:
aquello que aconteció y de lo que ahora nos llega la primera noticia dista
miríadas y miríadas de años de nuestra existencia actual. La constante de la
velocidad de la luz impone un desmentido al clásico ideal científico
laplaciano, de obtener una información total del estado del mundo en un momento
dado de un tiempo absoluto. El conocimiento simultáneo del todo está vetado por
la propia naturaleza física del todo, y no ya solo por las limitaciones
estructurales del cerebro y la mente humana. El ineluctable desfase entre
conocimiento y realidad viene impuesto físicamente por constantes cosmológicas,
como la de la velocidad de la luz, antes que por los constreñimientos de
nuestro aparato cognitivo.
Como es obvio, sería una vana
ilusión hacer astrofísica simplemente mirando al firmamento y contemplando las
típicas constelaciones. Incurriría en una fatal equivocación quien intentara
hacer ciencia a partir de la idea común y aparentemente evidente de
"constelación". Pues ésta responde a una captación de nuestra mirada
desde la Tierra, que agrupa según las apariencias visibles unos puntos
luminosos que, en realidad, corresponden a estrellas y galaxias de sistemas
astronómicos heteróclitos. Por ejemplo, la constelación de Escorpión incluye un
lucero que, contra lo que parece, no es una estrella, sino nada menos que el
cúmulo M4, compuesto por más de 100.000 estrellas y situado a 7.200 años luz de
la Tierra. Por lo demás, en buena medida, lo que ahora se ofrece a nuestra
observación ni siquiera existe ya, acaso se había desintegrado antes del incio
de las primeras civilizaciones humanas...
Por eso, la idea de
"constelación" no es científica ni explica nada. Aquello que
observamos ingenuamente debe ser explicado desde otros supuestos teóricos, con
otros conceptos y modelos, los propios de la ciencia astrofísica. Pues bien, de
manera similar, no se puede hacer antropología a partir de nociones como la de
"etnia". Pues tal idea no se corresponde con la existencia social de
algo así como "etnosistemas" (como algunos especulan), salvo como
percepciones subjetivas y lastradas con sobrecarga ideológica. Sólo como tales
percepciones ilusorias o imaginarias pueden estudiarse, pero para acabar descubriendo
que no está en ellas, sino en otro lado, la verdadera descripción o explicación
de lo que los estereotipos étnicos encubren.
Nociones como la de constelación
celeste, la teoría del éter o la del flogisto, el geocentrismo, el principio
vital, la clasificación racial humana, o la identidad étnica pertenecen, todas
ellas, a la lista de los desenfoques y errores teóricos que no admiten el menor
crédito, por mucho que algunas de tales nociones consigan todavía hacer fortuna
entre la deplorable credulidad de tantísima gente.
¿Otra perspectiva que corrija el
error de perspectiva? Sí; se nos impone en el doble plano de nuestro
conocimiento y de la realidad a la que refiere. Porque, cuando analizamos las
cosas, los hechos, las relaciones, todos muestran cada vez más una trama más
verdadera, multidimensional y entrelazada. Surge una complejidad de la realidad
que postula el desarrollo de una mayor criticidad y complejidad del
pensamiento. Seguir pensando no ya desde las apariencias, sino incluso conforme
al paradigma de la ciencia clásica y al de la filosofía académica consonante
con él nos dejará cada día más desfasados. Pensar sobre los
"fundamentos" del orden natural, la esencia, la ley general, la
formulación exacta, el objeto simple o el eterno retorno de lo mismo acabará
siendo una idealización bastante infantil e ilusoria. Sin duda forma parte del
método, pero, al absolutizar la idealización, se toma un camino que lleva al
extravío teórico. Las irrupciones del desorden atraviesan el cosmos y el
microcosmos, son algo corriente en la sociedad y en la vida individual de cada
uno. Nada hay que no esté atenazado por innumerables condicionamientos,
constricciones y necesidades, y a la vez nada está del todo exento de los
riesgos de la indeterminación. Hay que desconfiar de las verdades que parecen
más asentadas y evidentes.
¿Dónde reside el enfoque más
adecuado? En percibir el carácter evolutivo, el carácter sistémico, el carácter
ecológico, el carácter abierto e inconcluso de cuanto acontece. Todo lo real -y
hasta lo imaginario- es acontecimiento, eventualidad, tiempo. Si no acontece
algo en alguna escala de tiempo, no solo no pasa nada: es que no hay nada en
absoluto. El ser parmenídeo no es de este mundo; el ser sólo puede ser lo que
llega a ser, lo que resulta de un devenir, siempre algo eventual, por más que
consiga consolidarse durante millardos de años. Así, de lo físico a lo
biológico, de la hominización a la historia sociocultural, todo está en
evolución, quizá no heraclítea, pero ciertamente darwiniana, marxiana,
hubbleana... El universo y cuanto lo puebla tienen una historia que contarnos,
millones de millones de historias interminables. Ya sólo cabe entender desde un
punto de vista evolutivo; esto es, averiguando de dónde viene un sistema, por
qué fases o etapas ha pasado y qué escenarios probables sucederán después. Y
con la dificultad añadida de la imposibilidad de hallar una lógica subyacente
que permita comprender cada paso como una deducción necesaria del anterior;
puesto que hay saltos, singularidades, mutaciones, disrupciones, azares,
entropías. Ni siquiera podemos retrodecir con seguridad el pasado de un todo o
una parte individualizada, salvo que alcancemos información verídica de lo que
le ocurrió en un momento y contexto dado. ¡Adiós, Laplace! Nos despedimos del
determinismo universal.
Y ¿qué es lo que evoluciona?
Dejemos la busca insondable de los elementos elementales, indivisibles,
indestructibles y de verdad fundamentales. No cabe imaginar nada tan rapsódico
como la existencia de una partícula elemental, si es que es simple, si es que
puede existir sola... De los torbellinos cosmogenésicos, que jamás han cesado
hasta hoy, resultan estructuras, que se integran como componentes de otras
estructuras envolventes, que a su vez sirven de partes a otros todos, tramas o
redes más complejos. Todo cuanto existe tiene estructura, es porque ha
adquirido estructura, o sea, constituye un sistema de algún tipo y nivel. Todo
es sistema de sistemas de sistemas... con seguridad en sentidos heterogéneos.
No parece homologable un átomo con una célula viva, por mucho que tengan que
ver. La simplicidad del objeto se esfumó bajo los focos de las investigaciones
físicas, llevándose la sustancialidad postulada por Aristóteles y el sentido
común al museo de las hipótesis descartadas. En adelante, es imprescindible
entenderlo todo como sistema de alguna clase y como relación entre sistemas.
Sistema en evolución y relaciones en evolución, claro. El pensamiento complejo
atiende a los sistemas, a las interacciones entre las partes y el todo que
forman, a las transformaciones que lo hacen evolucionar.
No hay formación o transformación
de un sistema que no acontezca en unas condiciones dadas, que además irán
ineludiblemente variando, acompasando su propio tiempo y tal vez marcando el
compás al tiempo -a la evolución- de los sistemas sometidos a tales
condiciones. Esta importancia del entorno, capaz de curvar el espacio de la
selección (física, biológica, cultural), y aún de desviar la línea evolutiva,
constituye la dimensión ecológica. Salvo, quizá, el universo como totalidad,
cuya inconmensurabilidad se nos escapa, no hay objeto absolutamente aislado de
los condicionamientos de un entorno, no cabe concebir ningún sistema si no es
en el seno de interacciones conformadoras de un ecosistema. Esto vale para los
campos de fuerzas físicos, pero también, a su manera, para los sistemas vivos,
conglobados en la biosfera, y evidentemente para el pluriforme sistema cultural
humano.
En lo que toca al estudio de la
humanidad, frente a tanto dislate de las ideas tópicas, los lenguajes
políticamente manipulados y las teorías venales o consentidoras, tan campantes,
nos queda suspirar por un poco de análisis científico sobre este asunto de las
semejanzas y diferencias antroposociales. Pues, por modesta que sea su voz,
"la ciencia es el mejor sistema descubierto hasta el momento para reducir
los sesgos, errores, falsedades, mentiras y fraudes subjetivos" (Harris
1999: 157). Para esto -nunca insistiremos bastante- hay que romper con las
apariencias, como hizo la teoría heliocéntrica de Copérnico al imponerse sobre
el geocentrismo de Ptolomeo, tan verosímil para nuestra visión cotidiana; hay
que abandonar las tipologías conformes al modelo de las esencias inmutables,
para seguir la senda emprendida por Darwin y la teoría de la evolución
biológica y sociocultural; hay que superar a Newton y el determinismo de la
ciencia clásica, a fin de abrirnos a un nuevo paradigma de relatividad,
complejidad, no linealidad, incertidumbre e irreversibilidad del tiempo.
La perspectiva de identidad
conserva una matriz racista
En nuestra época, ha cundido por
todas partes, como una epidemia, una problemática sociopolítica planteada en
términos de búsqueda y reforzamiento de la identidad cultural, la identidad
étnica y laidentidad nacional, con premura por deslindarse como "grupo
étnico" o proclamarse como "comunidad nacional" o
"nación". A tal fin, los promotores resaltan las diferencias -y
ocultan las semejanzas-; privilegian la diversidad, a costa de la unidad
compartida. Claro que -nadie discute eso- las diferencias saltan a la vista, y
son cada día más ubicuas, a consecuencia de los procesos de mundialización. La
cuestión debatida es cómo comprenderlas correctamente. Porque hay un uso
maléfico de la diferencia para alimentar la desigualdad. Y la apología de la
identidad puede traducirse, en la práctica, en legitimación del racismo, el
etnicismo y la xenofobia.
¿A qué llamamos identidad? No se
puede dar por sobreentendido. Es saludable problematizar la idea. Nuestra
"identidad" no es la igualdad algebraica que se verifica siempre, cualquiera
que sea el valor de sus variables. Tampoco puede ser la cualidad de ser siempre
idéntico a sí mismo, idea metafísica de esencia, absolutamente extraña a este
mundo, que, de haber sido posible, habría impedido toda evolución y, por tanto,
el llegar a ser de cuanto existe. Pues nada llega a ser sino transgrediendo y
trascendiendo su origen, saliendo de su "identidad". Y así es como
emerge todo lo nuevo.
También cabe entender la noción
de identidad como el conjunto de rasgos propios de un individuo o de una
colectividad que los caracterizan frente a los demás. Pero eso sólo es válido a
condición de columpiar el significado hasta referirse a la
"diferencia", es decir, a la serie de rasgos diferentes que
contrastan con otros; aunque los individuos o las colectividades comparadas
entre sí compartan el 99% del total de sus rasgos, con lo que en realidad
serían prácticamente idénticas, de tal modo que la diferencia llamada
"identidad" podría resultar insignificante. Desde un enfoque como
éste, que acaba llamando "identidad" a la mínima
"diferencia", se suele utilizar un lenguaje que induce sin cesar a
una irremediable confusión. En ella deambulan identitaristas de toda laya,
tratando de pescar en río revuelto.
¿Cómo concebir las relaciones
entre identidad y alteridad? ¿Cómo entender la pluralidad cultural? ¿Cómo
concebir adecuadamente las diferencias socioculturales observables, calificadas
de ordinario como raciales, étnicas, nacionales? Hay teorías opuestas, que
subyacen a opciones éticas y proyectos políticos.
Los heraldos de la identidad se
caracterizan por unas mentalidades cargadas de fe ciega en el propio ser y
destino. Creen en una esencia exclusivamente propia, que es obligado mantener a
salvo de los extraños; una entidad pura, frente a la impureza contaminante de
los otros; una autenticidad de su ser, reluctante a toda alteración; un ser ahí
colectivo sagrado, ante el que toda rodilla de los miembros individuales debe
doblarse. Explícita o no, está presente la apelación a la pertenencia a un
linaje especial, a una raza o clase invariablemente superior, a un pueblo
elegido -aunque haya venido a menos-. De modo que encontramos siempre alguna
variante de racismo larvado, que adopta la estructura y los modales de una
religión integrista, con su creencia dogmática y su devoción incondicional
(poco importa que se sirva del catolicismo, el islamismo, la mitología
nibelunga o la utopía comunista). Se extiende así un hilo imaginario que va
desde la zoología a la teología, vinculando una comunidad primigenia, tradicional,
dotada de una sacralidad intocable y un sentimiento de adhesión tan fuerte que
no será extraño si propende al fundamentalismo, al fanatismo, incluso al
totalitarismo y a la justificación de la violencia.
Se trata de una palabra comodín,
usada para describirlo todo sin llegar nunca a explicar nada, una palabra ruin,
que enmascara abusos de opresores y frustraciones de oprimidos: la identidad,
término clave en el lenguaje de la mistificación y último refugio del
esencialismo, esa visión de la realidad que apenas es ya un fósil
epistemológico. Esta idea de identidad en las ciencias humanas no tiene
redención posible. Por mucho que triunfe en los discursos oportunistas, por
mucho que se disfrace con alusiones a procesos históricos y escenas costumbristas,
la pierde el estar postulando una pretendida esencia al margen del tiempo, de
la que éste sería sólo su máscara. Resulta, así, una idealización que falsea la
realidad de cómo llegan a ser y cómo evolucionan las cosas, las sociedades y
las personas.
La suposición de estereotipos
fijos, determinantes de la "identidad" humana, diferenciada en un
catálogo de caracteres colectivos peculiares, obtenidos a partir de la
fisonomía y algunos datos antropométricos, plasmados tal cual en cada uno de
los individuos, se proyectó durante un tiempo en la raciología y sus
clasificaciones de "razas humanas". Pero hace medio siglo que ese
enfoque dejó de ser científico y cayó en el descrédito, por más que sigan
existiendo racistas, confesos o vergonzantes, y un racismo social inveterado.
El hecho es que toda la diversidad biológica individual pertenece al mismo
genoma, y se halla distribuida estadísticamente entre las distintas poblaciones
geográficas. Y entre otras observaciones, la mayor presencia estadística de un
conjunto de caracteres no es consistente con el mayor porcentaje paralelo de
otro conjunto de caracteres que tomemos como punto de referencia. Esto tiene
que ver con el hecho de que la transmisión de la herencia no se efectúa como un
bloque compacto de caracteres constantes, sino mediante recombinación de genes
o grupos de genes. La contingencia del flujo genético y el azar de la deriva
genética bastan para dar al traste con toda idea fijista acerca de los
presuntos tipos raciales; los tipos quedan disueltos en fluctuaciones de
porcentajes. En consecuencia, lo pertinente es subrayar que un color de piel
indica sólamente un color de piel, no constituye una "raza"; un grupo
sanguíneo diferente significa un grupo sanguíneo diferente, nada más, no otra "raza".
Cualquier rasgo genético o
conjunto de rasgos sólo hablan de su propia presencia, en términos estadísticos
referidos a una población, pero de ninguna manera presuponen la copresencia
necesaria de otros rasgos ni, por tanto, la existencia de una "raza"
en cuanto caracterización de una totalidad, fija o exclusiva, de rasgos
compartidos homogéneamente por todos los individuos de una población dada. Para
la teoría de la evolución y la genética de poblaciones, no existen razas en la
especie Homo sapiens; sólo se dan variables alomorfias del único genoma de la
especie. Las diferencias que se encuentran entre las grandes poblaciones son
cuantitativas -de porcentajes- y no cualitativas, es decir, que no hay un gen
completamente distinto que esté presente en una población y que esté ausente
del todo en las demás poblaciones (en otras palabras: no se dan autapomorfias
en Homo sapiens). Detrás de una veintena de diferencias visibles, debidas a
adaptaciones al clima, se esconden millares de coincidencias y divergencias
fisiológicas invisibles, y treinta mil genes abiertos a una combinatoria sin
restricciones. La conclusión no ofrece dudas: "La verdad es que en la
especie humana el concepto de raza no sirve para nada" (Cavalli-Sforza
1993: 254). Por lo demás, la unidad del genoma es lo que posibilita y explica,
en su nivel, la diversidad biológica humana, toda ella perteneciente al mismo
patrimonio común de la especie.
El fraude de las identidades
étnicas
Si la noción biológica de
"raza" humana carece de fundamento -para rabia y vergüenza de
racistas-, no lo tiene mayor ni mejor la idea de "etnia" o
"identidad étnica". Como mucho, se le puede conceder un cierto valor
designativo y descriptivo, cuando el antropólogo hace referencia a sociedades
tribales; pero, incluso en estos casos, acabará pronto revelando su futilidad
teórica.
Los tratadistas nunca terminan de
ponerse de acuerdo en si, como era la pretensión original, se trata de una
inconsútil combinación de caracteres "raciales" y culturales; o bien
hay que evacuar ya, de una vez para siempre, los componentes biológicos, puesto
que el determinismo genético sobre el comportamiento cultural ya no lo acepta
nadie -salvo algunos sociobiólogos tardíos- y además se prefiere eludir el dar
la impresión de racista. Lo cierto es que no hay ninguna correspondencia entre
los dos planos, el de la diversidad genética y el de la diversidad cultural.
Toda correlación entre ambas no pasa de ser pura contingencia. Los individuos
de cualquier población pueden adoptar en principio cualesquiera rasgos
culturales. Y cualquier población puede integrar componentes culturales
procedentes de otra. En definitiva, si la etnicidad queda conformada sólo por
componentes culturales, entonces el presunto concepto de "etnia" no
añade nada al de "cultura", que la ciencia antropológica ya venía
utilizando desde la segunda mitad del siglo XIX.
Después de examinar arduos
trabajos de campo y titánicos esfuerzos por alambicar incluso una teoría de los
"etnosistemas", lo cierto es que uno no encuentra razones convincentes
para admitir la entelequia (ya lo he argumentado en otros textos: Gómez García
1998 y 2001: 29-54). El diagnóstico que se desprende es perentorio: De hecho
hay grupos sociales que se tienen por "grupos étnicos" y que reclaman
la atribución de una "identidad étnica", pero eso no significa más
que un dato sociológico, cuya explicación reside en otra parte. La
"etnicidad" posee el mismo tipo de existencia que los signos del
zodíaco. Las poblaciones humanas no tienen alma, sino historia; el
"espíritu del pueblo" no pasa de ser un mito inverificable. Las
sociedades humanas se organizan culturalmente, evolucionan históricamente, no
manifiestan una "identidad". Toda la diversidad debe ser comprendida
en el marco teórico de la evolución biológica y cultural.
Los presuntos
"etnotipos" constituyen un muestrario de construcciones ideológicas
arbitrarias, de índole extracientífica. El concepto biológico de genotipo se
refiere al perfil particular de la configuración del genoma de cada individuo;
es el "conjunto de los genes de un individuo, incluida su composición
alélica" (DRAE). Esto significa que no hay genotipos colectivos (eso era
lo que pretendía erróneamente la idea de "raza"). Por tanto, menos
aún se dan "etnotipos", ese calco con el que intentan acuñar identidades
colectivas culturales. Porque, también en el plano cultural, la diferenciación
(y la verdadera identidad) es individual. La tipología étnica se disuelve aún
más si tenemos en cuenta que, a diferencia del genotipo biológico de cada
espécimen (que, una vez constituido el cigoto, ya no cambia), su análogo
cultural permanece abierto a la modificación a lo largo de toda la vida
individual. Entre los individuos existe una gran heterogeneidad genética y
cultural, en el seno de cualquier población, mayor que la existente entre una
población y otra. Tampoco corre con mejor suerte la busca de
"marcadores" de etnicidad o identidad para demarcar los etnotipos,
puesto que los "marcadores genéticos" en los que se inspiran designan
los genes que sirven para estudiar la evolución (Cavalli-Sforza 1993: 135) y en
absoluto para establecer tiposcolectivos. Así, pues, tal como se usan las
nociones de "etnotipo" o "marcador de etnicidad"
representan a las claras una trampa por la que se cuela el rancio esquema
intelectual de las clasificaciones racistas.
Lo correcto, cuando nos
encontramos ante una lengua distinta, es afirmar que ahí hay un sistema
lingüístico distinto, pero no que hay una etnia ni una nación. La existencia de
una religión distinta supone en puridad que hay una religión distinta: no la
esencia de una etnia ni una nación. Cualquier costumbre atestigua un modo
concreto de comportamiento social, pero no una seña de identidad definitoria de
una etnicidad o nacionalidad.
Manuel Castells observa que
"en un mundo como este de cambio incontrolado y confuso, la gente tiende a
reagruparse en torno a identidades primarias: religiosa, étnica, territorial,
nacional" (1996: 29). Aparte lo heteróclito de la enumeración y lo
discutible del carácter primario de tales identificaciones, nos define la
búsqueda de identidad como "la fuente fundamental de significado
social", de "raíces históricas", y nos advierte contra el riesgo
de fundamentalismo que de ahí puede derivar; si bien esto no le impide afirmar
en su confesión de fe: "Creo en el poder liberador de la
identidad..." (Castells 1996: 30). Sin duda está apuntando a un fenómeno
que adquiere gran importancia en nuestro mundo. Pero este reconocimiento no
basta para acertar en el diagnóstico. El autor escribe: "Entiendo por
identidad el proceso mediante el cual un actor social se reconoce a sí mismo y
construye el significado en virtud sobre todo de un atributo o conjunto de
atributos culturales determinados, con la exclusión de una referencia más
amplia a otras estructuras sociales" (1996: 48). Ahí parece oscilar entre
una concepción de la identidad como opción individual y como atribución
colectiva; o más bien plantea que la primera se reduce a asumir la segunda, y
ésta se limita de forma sectorial y excluyente, según lo que explicita más
adelante (identidad de sexo, de religión, de etnia, de pueblo, de cultura
particular). La verdad es que no logra sino contribuir al estado de confusión
reinante y a reforzar teóricamente los estereotipos ideológicos identitarios.
Cabe añadir que la
"identidad" se vive y opera como un sucedáneo de religión, cuando no
está fundada explícitamente en la misma religión, y como ésta, para bien o para
mal de la gente, acaba casi siempre al servicio de una política manipuladora.
La manipulación de la noción
polémica de nación
Por lo que respecta a idea de
nación, caben varias significaciones. En un sentido más etimológico, entendida
como grupo reproductivo en el plano biogenético, propiamente la
"nación" viene a coincidir con la especie humana, puesto que en su
interior no hay barreras a la interfecundidad. En el sentido más sólido, en
cuanto concepto político, la nación es producto histórico de la formación del
estado y se gesta a la vez en el plano de los acontecimientos y en el de los
mitos, instituyéndose jurídicamente. Otros usos del término "nación"
aluden sólo a entes de ficción, imaginarios e ilusorios, evocados
contrafácticamente por grupos de poder, aunque bien cierto es que esto también
incide en la realidad.
Así, pues, hablando con
propiedad, la nación es históricamente producto del Estado. A veces los
nacionalistas invocan un sustrato preestatal «étnico», como fundamento de la
nación. Ahora bien, conviene recordar lo que vengo arguyendo: que todo intento
de enfoque científico riguroso del concepto de "etnia" para en el
fracaso. Se nos dice (Breton 1983) que hay una definición estricta, que utiliza
el criterio de la lengua vernácula; pero este criterio no se corresponde con
las clasificaciones étnicas. Si lo aplicamos, llegaremos a lo grotesco: Según
el «marcador» lingüístico, sólo son irlandeses el 2% que hablan el gaélico
irlandés; sólo son de la «etnia vasca» el 7% que tienen el vascuence como
lengua materna; no son de la «etnia catalana» la mitad de la población catalana
y sí lo serían valencianos y baleares que hablan dialectos de la lengua
catalana; y son de «etnia francesa» todos los francófonos, y de «etnia
española» todos los hispanohablantes vernáculos del mundo. A la inversa, hablan
la misma lengua materna servios, croatas y bosnios, también hutus y tutsis,
etc. En la humanidad existen entre 6.000 y 9.000 lenguas: ¿Serán otras tantas
«etnias»? ¿Serán el fundamento para otras tantas «naciones»? ¿Postularemos, sin
delirar, su derecho a formar nueve mil Estados soberanos?
El enfoque etno-nacional recurre
también a un criterio amplio, que tiene en cuenta un conjunto de rasgos
compartidos: la lengua, la ascendencia común, el sistema de parentesco, la
religión, el derecho, las costumbres; en suma, una cultura particular. ¿Cuáles
de esos rasgos deben estar presentes indefectiblemente para que debamos
considerar que allí se da una etnia? No cabe combinatoria, ni máxima ni mínima,
que, al contrastar los hechos sociológicos e históricos, nos despeje la
incógnita de donde hay una etnia claramente deslindable. La etnología nos
muestra cómo cualquiera de esos criterios usados e incluso todos ellos pueden
estar ausentes allí donde se presuponía la existencia de una «etnia» (Breton
1983: 13 y 109). Por tanto, ni la presencia ni la ausencia de tales características
es decisiva. Si el criterio más estricto no resuelve nada, el más amplio
resulta aún más problemático e inaplicable. No quedan en pie más que múltiples
diferencias culturales, cuya articulación sistémica en varios niveles y cuya
evolución en el tiempo es preciso estudiar. La significación política
contemporánea nunca puede desprender su legitimidad concluyentemente de un
pasado «étnico», hace siglos disuelto o históricamente cuestionable. Las
estructuras sociales de las tribus fueron superadas por la formación del
Estado. Y la organización estatal dio origen a la nación como entidad
jurídico-política. En las sociedades modernas, en rigor, no hay más nación que
la que forman los ciudadanos del Estado, ni más nacionalidad que la que
confiere el derecho de ciudadanía.
Cuando, en vez de ver
normalizarse las múltiples pertenencias relativas, topamos con la afirmación a
ultranza de una "identidad" integral por antonomasia, estemos
prevenidos, porque lo que eso postula es la renuncia a la libertad -cuyo verdadero
sujeto sólo puede serlo el individuo humano-. El confinamiento de las gentes en
una "identidad uniforme", ya sea exaltación de la parte (cerrada como
un todo) o de la totalidad parcial, les impone la inmolación de la
individualidad y obstaculiza la apertura a identificaciones o asociaciones
plurales, abiertas a ámbitos mayores, hasta alcanzar finalmente la conciencia y
el sentimiento de pertenencia a la humanidad y a la vida. En las sociedades
complejas como la nuestra, tal confinamiento se propone a veces en un marco
territorial, escamoteando el hecho de que la "diferencia" radica en
el interior mismo del propio territorio, con lo que cabe redargüir preguntando
si tal propuesta o plan no propugna imponer un modelo uniformista a una sociedad
culturalmente plural. Esa orientación es una constante en los nacionalismos
(cfr. Gellner 1983). La realidad, no obstante, es que, atendiendo al conjunto
de la cultura, la diversidad intraterritorial siempre es mayor que la
diversidad interterritorial. Resulta contradictorio exigir el reconocimiento de
la pluralidad en el ámbito geográfico e histórico más amplio, mediante
propuestas que se dirigen a reforzar la coacción política (institucional,
lingüística, simbólica) sobre la pluralidad realmente existente en el ámbito
más reducido.
El multiculturalismo como teoría
miope
Al abordar el estudio de la
diversidad antroposocial, encontramos dos orientaciones filosóficas
contrapuestas: una tiende al particularismo y otra tiende al universalismo, y
cada una puede presentar a su vez una gama de teorías.
La tendencia particularista es la
que abandera la perspectiva identitaria, presentándose a sí misma bajo el
nombre de comunitarismo, nacionalismo, multiculturalismo (Charles Taylor, Will
Kymlicka). Se caracteriza por otorgar la primacía ontológica y epistemológica a
las diferencias particulares, concebidas como conjunto clausurado frente a
otros conjuntos clausurados, al modo de los "etnotipos" criticados
más arriba. Su riesgo estriba en que afirma la parte negando el todo. Tiene por
cultura sólo la modalidad particular, por lo que rechaza la unidad cultural de
la humanidad. En los hechos, propende a formas políticas de etnicismo o
nacionalismo excluyente que, en su versión más radical, lleva a cabo la
limpieza étnica. Se podría calificar como un totalitarismo de la parte.
El multiculturalismo constituye
la forma más desarrollada del etnocentrismo, en la medida en que la apología de
la propia particularidad, como hermética, implica el rechazo absoluto de la
alteridad y postula la negación radical para sí de la cultura del otro, su apartamiento
territorial y su extirpación en la sociedad y la mente propia. Los
multiculturalistas se han convertido en los filósofos de las nuevas formas de
racismo social que hoy prosperan peligrosamente, al amparo del pensamiento
débil, de la falta de principios éticos y de una rentabilidad política
electoralista, carente de amplitud de visión. A veces engaña, porque el
multiculturalismo presenta una forma perversa de "pluralismo" que, en
realidad, promueve la destrucción del pluralismo social. En vez de asentar la
apertura de la sociedad como norma, exige el cierre sobre sí misma de cada una
de las modalidades culturales, dolosamente trinchadas, haciendo de cada
colectivo una facción refractaria a su integración en el sistema social y en el
sistema mundial.
Parten de un principio ontológico
equivocado, que presupone que ser es permanecer en una esencia, cuando en
realidad hoy no puede entenderse bien sino como evolución y devenir histórico.
Proponen como teleología su propia figuración esencial, que apunta así a
ejercer un poder soberano. La identidad esencializada se presenta, según los
casos, bajo una doble máscara: en forma mítica, pero también en forma utópica.
Las identidades míticas invocan el pasado como edad de oro, modelo perfecto de
sociedad, y su plasmación culminante estriba en un ideal teocrático, pues aquel
modelo se imagina como establecido o revelado por la divinidad y nunca debe ser
alterado; si se corrompe, debe restaurarse a toda costa (por ejemplo, el
fundamentalismo islámico). Las identidades utópicas miran al futuro, pero a un
futuro positivamente idealizado y absolutizado, por lo que suelen degenerar en
un dogmatismo doctrinario y en la implantación de un sistema político
totalitario (como ocurrió con el comunismo soviético). Participando de ambas
formas se dan también combinaciones de mito y utopía, como puede analizarse en
el nazismo y, en general, en los movimientos nacionalistas.
Se trata de una sacralización,
sea mítica o utópica, en virtud de la cual la colectividad debe someterse a la
identidad preconizada, de modo que se sacrifica el tiempo presente en aras del
pasado o del futuro reificados. Las personas son privadas de libertad, al
encorsetarlas en una horma identitaria que suprime la creatividad y prohíbe el
debate racional abierto. En el fondo se pretende un imposible: cerrar la
indeterminación antropológica en la que anida todo el potencial de innovación y
evolución humana, precisamente por la ausencia de una esencia dada.
El sentido sociopolítico de la
reivindicación identitaria particularista va siempre vinculado a una cuestión
de poder, por la dominación o contra ella. El multiculturalista proclama una
"política de la diferencia" (Kymlicka 1995: 267). Tras ella, se
esconde irremisiblemente el grupo identitario, que se concibe y se siente
superior a los demás y exhibe su "diferencia" con el fin de obtener
mayor poder, privilegios o beneficios. Porque, cuando se pretende la igualdad,
basta con exigir democracia y derechos civiles para todos sin distinción. Una
sociedad que busca instituirse sobre un diferencial "étnico", igual
que cualquier Estado étnicamente fundado, constituye la negación misma del
fundamento democrático (que implica la integración de la pluralidad, el
pluralismo); incluso cuando practique unas formas políticas democráticas en su
interior. Su propia constitución resulta hostil y expulsiva con respecto a
quienes no comparten la "identidad" fundante. La subordinación de la
ciudadanía a la "etnicidad", la "comunidad nacional" o la "diferencia
cultural" representa siempre una perversión de los principios
democráticos, además de una aberración social y política, que siembra de minas
ideológicas el camino hacia la integración de la sociodiversidad. Tal
subordinación enmascara mal y prolonga arteramente la lógica racista, hasta
cuando se hace con la falsa buena conciencia de redimir a un pueblo perseguido.
La persona que anda obsesionada
por cuál sea su identidad es, sin duda, alguien infeliz. Vive sumido en una
preocupación metafísica que no tiene respuesta, sueña con lo imposible, porque
la estructura antropológica no es sustancial sino evolutiva e histórica. Pero
la obsesión puede empujarla a protagonizar una saga de desgracias. Cuando un
mal semejante aqueja a una sociedad, o parte significativa de ella, ha llegado
el momento de llamar al etnopsiquiatra. La alucinación identitaria arruina el
pensamiento, de tal manera que los discursos ya no dicen lo que parece,
degradados en racionalizaciones freudianas y extraviados en logomaquias
interminables.
Por una cultura humana
universalista
El multiculturalismo añora
conjurar el paso del tiempo y entiende la historia como eterno retorno. En el
fondo, reivindica la atemporalidad y absolutidad del "espíritu del
pueblo", fundante de la singularidad diferencialista, desde la que suele
postular su propia superioridad, su elección o misión, en cuyo nombre excluye
del grupo la heterogeneidad ("racial", "étnica", cultural,
lingüística, religiosa). En su contra se yergue el postulado antropológico de
la unidad del "espíritu humano", que sirve de fundamento a la
igualdad de los individuos sujetos humanos y a la defensa de los derechos de
humanidad. Se plantea un verdadero dilema filosófico y metodológico entre la
perspectiva particularista y la perspectiva universalista. Pero no vamos a caer
en el error de oponer al comunitarismo multicultural un universalismo abstracto
o puramente formal, que afirme el primado de la homogeneización cultural bajo
el impulso de un liberalismo radical (John Rawls, Ronald Dworkin) o un
cosmopolitismo turístico. Esto no sería sino el reflejo invertido de lo mismo:
Aquí, una totalidad que congloba las partes, pero está en sí misma vacía; o
bien enmascara el ardid de una parte que combate por imponerse
totalitariamente. Dos formas de negar y acaso aniquilar la diversidad concreta.
Lejos de la manida controversia
entre multiculturalismo y liberalismo, cabe desarrollar otra opción no
reduccionista, que puede denominarse universalismo concreto, o pluralismo, o de
cualquier otra forma que mejor parezca, orientada a afirmar a la par la unidad
y la diversidad. La unidad engendra la diversidad que construye la unidad. Es
una modalidad del problema general de la interrelación entre las partes y el
todo en cualquier sistema complejo: se coproducen; se da interacción e interdependencia
organizacional; la parte es más y es menos que el todo; el todo es más y a la
vez menos que la suma de las partes; el todo y las partes conservan su
respectiva autonomía relativa (cfr. Edgar Morin). Lo local y lo global se
interrelacionan estructural y funcionalmente. Por lo tanto, rechazamos con
idéntica fuerza la balcanización ínsita del multiculturalismo y la unificación
abstracta y uniformizadora, sea ésta liberal o totalitaria.
La universalidad se entiende como
sistema complejo, intercultural, pluricultural, transcultural, reforzando la
idea de la "unidad múltiple", como identificación de la especie y la
cultura humanas. No hay objeción al reconocimiento de la pluralidad de culturas
y de la creciente pluralidad interna de las sociedades, lo que pasa es que no
se da un valor prioritario a lo diferenciante -como hace el multiculturalismo-,
sino a la integración. En realidad, "la versión dominante del
multiculturalismo es una versión antipluralista" (Sartori 2001: 63), pues
propugna los compartimentos culturales estancos, en defensa de su homogeneidad
cerrada, detesta la sociedad abierta y la tolerancia, rechaza el reconocimiento
recíproco, primando la separación sobre la integración. En cambio, el enfoque
del universalismo concreto es pluralista, se basa en la tolerancia y el mutuo
reconocimiento, defiende la diversidad a la vez que la limita, porque cree
necesarias unas normas comunes que favorezcan la integración y cohesión social
y mundial. Más queuna pluralidad de culturas, destinadas a perpetuarse cada
cual en su "identidad" irreductible, la interpretación que las
enmarque teóricamente como una cultura pluralista servirá mejor a los intereses
generales de la humanidad, en el camino hacia una civilización planetaria
plural.
La condición humana se define por
su naturaleza bio-cultural. Individuos y sociedades pertenecemos a una especie
con un genoma que manifiesta toda la diversidad genómica y a un orden cultural
que genera toda la diversidad de las culturas particulares. Toda la sociodiversidad
observable o posible forma parte de esa pertenencia constitutiva. De modo que
todos los sistemas culturales, en cuanto sistemas particulares, son generados
por la cultura propia de la humanidad: No hay más que una matriz sociocultural,
embarcada en una evolución cultural polimórfica.
Considerar las culturas
particulares como si se tratara de "especies" diversas supone una
visión distorsionada y errónea. Por el contrario, deben interpretarse
correctamente como "poblaciones" interfecundas de la misma especie.
Somos una única especie cultural.
Lo más apropiado es referirnos a la cultura humana, que es una y se realiza en
las distintas poblaciones o sociedades con perfiles adaptativos u optativos
diferenciados. La historia de la humanidad manifiesta, incluso en su
diversificación y a través de ella, una sola evolución cultural, en fases de
dispersión y de convergencia. Las adaptaciones locales, los intercambios
permanentes o intermitentes y las síntesis epocales realizan sin cesar esa
manera de ser a la vez una y diversa. La cultura, en sentido antropológico más
que etnológico, es una en su diversidad y diversa en su unidad, relativamente
cerrada en cada sociedad delimitada por la geografía o la historia, pero
siempre relativamente abierta por su propia estructura constitutiva. De hecho
no hay cultura, por más que lo ignore, que no sea ya resultado de la
fecundación intercultural. Y extraviado va ese punto de vista que parece querer
concebir las culturas como mulas, cual entidades que, al no poder reproducirse
por interfecundación con otros congéneres, soñaran en clonar eternamente su
pretendida, inmutable e ilusoria singularidad exclusiva.
Si a algo hubiera que llamar
identidad, convendría sobre todo a lo que se tiene en común, lo que todos
compartimos, lo invariable en cuanto "patrón de organización"
genérico (Capra 2002), desde el que se generan las diferencias particulares. En
esta génesis descubrimos como dos movimientos complementarios: El primero va de
la unidad a la diferenciación que muestran sus partes, que no son sino regiones
integrantes de aquélla. El segundo parte de la descripción de las
particularidades para comprenderlas por referencia a la unidad. De ahí que por
unidad no haya que entender sólo las semejanzas o analogías, sino que también,
intrínsecamente, le pertenecen las diferencias, como expresión diferenciada del
todo. La unidad es concreta, un sistema abierto, flexible, adaptable,
evolutivo. En efecto, hay un patrón cultural universal que posee todas las
virtualidades generativas de la diversidad existente y la determina en
interrelación con el entorno práctico (cfr. Marvin Harris). Hay
reglasinvariables, subyacentes a la diversidad: "Si las culturas difieren
es porque, dentro de la regla, caben muchas variables" (Lévi-Strauss 2005:
15).
Más aún, la universalidad de la
cultura humana no estriba sólo en la existencia de un patrón cultural
antropológico, como matriz genérica y generadora de variabilidad, sino que
abarca al mismo tiempo los logros, producciones y objetivaciones, más allá de
su miope reclusión en rediles "étnicos", "nacionales" o de
cualquier tradición particular. Todos pertenecen a la universalidad concreta y
potencialmente cabe su apropiación por parte de otras poblaciones e incluso por
cualquier sujeto individual que reivindique, con todo derecho: Nihil humanum a
me alienum puto.
La explicación de la diversidad
radica en la evolución cultural y sus mecanismos. Los motores de esta evolución
son: la invención; la transmisión cultural entre generaciones y épocas, que
conlleva una deriva inevitable; la difusión cultural entre sociedades y
civilizaciones, con flujo de caracteres entre ellas; la selección cultural en
función de la adaptabilidad para la supervivencia y de la felicidad, concebida
como realización de ciertos valores prestigiados; la simbiogénesis y la
recombinación culturales, que crean nuevas síntesis, con sus modos de
socialización, producción, reproducción, organización, convivencia y
concienciación.
Ahí se hallan implicados dos
mecanismos que favorecen la creatividad cultural y la diversificación: De un
lado, el aislamiento creativo que, ajeno a otros valores diferentes, promueve
la innovación original. De otro lado, la puesta en común de los diferentes
logros, que, mediante el intercambio, facilita la formación de síntesis más
poderosas. Estos dos mecanismos no son contrarios, ya que el primero supone una
condición para el segundo. Sin embargo, no parece tratarse del único camino,
porque, al menos en el seno de las sociedades complejas, se recrean espacios de
insularidad interna, propicia a la creación; o bien la dinámica de los
intercambios y la competencia introduce un nuevo estímulo para la invención (en
vez de desembocar sin más en la uniformidad cultural). Al mismo tiempo hay que
señalar que un planteamiento demasiado tributario del "aislamiento
reproductivo" darwiniano (exigencia para que surja y prospere la mutación)
plantea sus limitaciones, puesto que, en el ámbito de la cultura, opera también
un principio lamarckiano, siempre que nos proponemos efectuar transformaciones
con vistas a un fin.
La diversidad cultural producida
se debe a respuestas estrictamente adaptativas sólo en el caso de algunos
caracteres, mientras que otros caracteres variables carecen de valor
adaptativo. Aunque la adaptabilidad de un rasgo o una variable no es
intrínseca, sino contextual, por lo que puede adquirirse y perderse en función
de las condiciones del entorno. Por ejemplo, los pigmeos no tienen lengua
propia desde hace siglos, al parecer, sino que hablan la lengua de los pueblos
con los que se han interrelacionado; interrelación gracias a la cual han
vivido.
En general, la evolución del
sistema cultural tiende a la extensión y homogeneización de los componentes
adaptativos, seleccionados positivamente, lo que conlleva la crisis de las estructuras
de poder preestablecidas, así como de los ideales o marcos de referencia de
sentido dominantes. Ahora bien, esas transformaciones adaptativas abren nuevas
posibilidades de heterogeneización interna, a la vez que no interfieren para
nada en la subsistencia de los numerosos caracteres no adaptativos, que pueden
coexistir, desarrollarse y difundirse libremente. Las diferencias producidas
por la selección cultural y las debidas a la deriva cultural que trae el tiempo
son, a la corta o a la larga, contrarrestadas por el flujo cultural entre las
distintas sociedades humanas. Hay rasgos que tienden a desaparecer, en tanto
que otros tienden a generalizarse a todas las poblaciones, sin que este
fenómeno -como acabo de decir- obste a nuevas vías de diversificación, sobre
todo en las sociedades abiertas. Seguirá habiendo diferencias de escala
regional y local, y se potenciarán cada vez más las individuales y optativas.
Lo importante está en recalcar -de manera semejante a lo que se afirmó de
nuestra especie biológica- que no existe entre las sociedades o civilizaciones
ninguna autapomorfia cultural (autapomorfia significa un carácter totalmente
nuevo y exclusivo); no hay caracteres culturales que sólo pertenezcan a una
sociedad y que no sean compartidos, o puedan serlo, por ninguna otra. Todos los
componentes elementales de la cultura son transmisibles, todos los memes (cfr.
Dawkins 1976) circulan en el seno de la misma especie, de tal modo que sólo
encontraremos, en un momento dado y en cada población/sociedad, las frecuencias
estadísticas de una distribución de rasgos alomorfos, resultante de
contingencias históricas y cuyo perfil varía con el paso del tiempo.
Sin reducir la cultura a
información, toda información verdaderamente adaptativa y significativa es susceptible
de ser computada por las estructuras del espíritu humano. Cualquier sistema
social particular puede asumirla en orden a dar forma a su propia organización,
mediante el proceso de permanente generación y regeneración de sus estructuras,
entrelazadas con las vidas de grupos e individuos. No hay, pues, memoria ajena
("identidad" de otro, alteridad) de la que no podamos apropiarnos, si
nos enriquece y humaniza. Así, la información se aplica a desarrollar el
proceso de producción de la realidad social e individual, materializándola y
confiriéndole un significado (Capra 2002: 107). Todas estas dimensiones
integran también la cultura. Pero la memoria es tan imprescindible como
insuficiente, porque nos enclaustraría en lo sido y porque es propio de la humanidad
la apertura, la falta de acabamiento y la anticipación tanteante del futuro.
En resumen, todos los especímenes
humanos somos una misma especie, no sólo desde el punto de vista biogenético,
sino también desde el punto de vista sociocultural. Los inventos, artefactos,
mercancías, creencias, modas, conocimientos, lenguas, instituciones, para bien
y para mal, atraviesan por su propia índole todas las fronteras, como
demostración fehaciente de la teoría que sostiene que todos los grupos humanos
somos culturalmente interfecundos. Cuanto más intensos sean los flujos entre
los continentes y países, tanto más se crearán condiciones para que disminuyan
las diferencias entre las sociedades y tanto más se potenciarán las
oportunidades de diferenciación entre los individuos. Primará probablemente la
"identificación" individual, no necesariamente como una caída en el
individualismo egoísta, sino como forma de una mayor libertad, originalidad e
independencia, abierta a participaciones más amplias y numerosas, más allá de
la circunscripción mental a un triste sentimiento de pertenencia exclusiva y
monocorde, que suele ir de la mano con un resentimiento enfermizo frente a todo
lo ajeno.
Si hay una perspectiva que adopte
un orden de prioridad sensato y saludable es la que lleve al reconocimiento de
nuestra realidad de vivientes antes que pensantes; que anteponga la
identificación como seres humanos antes que la adscripción nacional,
lingüística o poblacional; que valore la integración social y democrática por
encima de las opciones religiosas o ideológicas. Esta rectificación del
estrabismo particularista exige, sin duda, un nuevo paradigma educativo del
pensamiento y el sentimiento, muy distante aún del que inspira normalmente la
domesticación de la gente como grey de tal o cual ganadería genética o
política.
La identidad humana, emergencia
amenazada
Cualquier sistema educativo
decente debe destacar en primer plano la conciencia de pertenencia a la
humanidad. De lo contrario, si enfrasca las mentes de los educandos en una
identidad cultural particularista cerrada, está sometiendo a esas mentes a un
fraude moral y un engaño intelectual, si es que no está contribuyendo
directamente a una siembra de sectarismo. En tal sentido se ha hablado de
"identidades asesinas" (Amin Maalouf 1998).
La mirada antropológica amanece
al trascender la perspectiva de la identidad étnica, y su cometido reside en
elaborar una descripción inteligible del devenir multiforme de la humanidad
concreta, sin reducirla a una apariencia o una abstracción. Hoy le corresponde
tratar de explicar y comprender un proceso de mundialización marcado por la
emergencia de una fase nueva. Y, en medio del fragor de las destrucciones e
injusticias rampantes, ha de prestar atención a la humanización posible. El
tránsito de unas culturas cerradas en su autismo identitario hacia una
civilización mundial abierta no parece cuestionable. La disolución de las
identidades definidas como racionalizaciones esencialistas no tiene nada de
deplorable. Ni una añoranza de ese tipo es una actitud adecuada para abordar la
proliferación de posibilidades históricas que desafía por doquier a nuestra
libertad y nuestro conocimiento. Más bien se dará una relativización de las
certezas identitarias de las culturas y naciones, a medida que se avance hacia esa
civilización, cuyo futuro no cabe concebir como prolongación lineal del pasado
ni del presente. Subrayemos que "es el hecho de la diversidad lo que debe
salvarse y no el contenido histórico que cada época le ha dado y que ninguna
podría perpetuar más allá de ella misma" (Lévi-Strauss 1977: 13).
Como toda evolución, la historia
de la civilización humana conlleva entropía, irreversibilidad, probabilidades,
inestabilidades, bifurcaciones y la posible emergencia de sí misma. Ahí está la
perspectiva bien enfocada, en la que todo el mundo entra en juego -para el que
serán necesarias reglas- y en cuyo nombre todo el mundo puede reivindicar la
igualdad y el derecho.
Se trata de la perspectiva más
consonante con el modelo del pluralismo, que nos ayuda a pensar y actuar con
vistas a la organización de la sociedad mundo (Morin 2003), promoviendo el
diálogo de civilizaciones, en lugar del paranoico "choque de
civilizaciones" con el que nos amenazan agoreros de desastres. Requiere
desplazar el análisis de la geoproblemática desde el punto de vista unilateral
al multilateralismo. La meta reside en crear las condiciones para que cada ser
humano llegue a ser ciudadano y para que, en coherencia con la Declaración
universal de los derechos humanos y cívicos, la ciudadanía nacional acabe algún
día transformándose en una fase hacia la ciudadanía mundial, jurídicamente
instituida.
Hay personas bienintencionadas
que se preocupan por las "identidades en peligro" (denotando las que
vienen del pasado y se hallan en riesgo de desaparecer) y que prestan su apoyo
a las "identidades emergentes" (parecen ser las nuevas que buscan un
futuro). Me temo que en ambos casos estén sucumbiendo a la miope perspectiva
particularista. Ampliando el panorama, se observa -haciendo una concesión a su
lenguaje- que las identidades amenazadas son precisamente las que despuntan
intentando superar el particularismo: la identidad democrática de ciudadano,
más allá de los reductos nacionalistas, etnicistas, lingüísticos o religiosos;
la identidad de civilización planetaria, más allá de las fronteras trazadas por
la geografía y la historia, y defendidas por ideales comunitaristas o
multiculturalistas, tan propensos a levantar cercas y poner a salvo del tiempo
unas plasmaciones parcelarias, sin duda legítimas, cuando lo más urgente es
construir sociedades abiertas al pluralismo y el reconocimiento recíproco.
Sartori lo ha expresado lapidariamente: "El código genético de la sociedad
abierta es el pluralismo" (2001: 15).
Por todo eso, frente a la
"política de la diferencia" (Kymlicka 1995) resulta cada día más
importante y urgente una "política de la humanidad" (Morin 1999).
Porque es el género humano en su conjunto el que se encuentra verdaderamente en
peligro -y no como nostalgia imaginaria y sentimental, sino como realidad
viva-, dados los grandes problemas mundiales que lo ponen incluso en riesgo de
supervivencia, ante los embates antagónicos del progreso devastador y el
integrismo violento, ante el utopismo inoperante con el que se obnubilan con
excesiva frecuencia los movimientos alternativos. La globalización va creando
el contexto de significado para que una política mundial tenga sentido para
todos. Las fórmulas de comportamiento político o moral que sólo tienen sentido
para una comunidad, con exclusión de los demás, están de sobra y son un estorbo
en el plano de la organización de lo mundial.
Quien se queda mirando al pasado
se convierte en estatua de sal. ¿Y las raíces? Los humanos no tenemos raíces,
porque no somos plantas sino que pertenecemos al reino animal y somos primates
bípedos ambulantes. No tenemos esencia ni naturaleza en un sentido estricto,
sino genoma, cerebro y cultura. No nos conforma una "identidad"
cultural, sino la historia colectiva y el desarrollo individual. La herencia
cultural que recibimos y la memoria, con ser imprescindible, no debe entenderse
como una letanía que hubiera que recitar repetidamente, sino más bien una
panoplia de códigos de los cuales servirnos para pensar, sentir y actuar
creativamente. Esto significa que es preciso desacralizar aquellos contenidos
"identitarios" que mermen la libertad. Y llegado el caso, habrá que
denunciar el uso de la "identidad" como coartada para encubrir
conflictos de otro orden: pobreza, desigualdad, discriminación social, explotación
económica, opresión política...
Si ya nadie discute la libertad
religiosa, que es cosa del individuo, dejemos que sean los individuos quienes
ejerzan también su libertad lingüística y su libertad simbólica. Y que, en las
instituciones, sean los votos de los ciudadanos quienes decidan, sin imponer
ninguna ortodoxia. En un mundo culturalmente pluralista, la organización
política debe ser laica con respecto a toda confesionalidad, incluida la étnica
y la nacionalista. Aparte de ahorrar los gastos del proselitismo, no se echaría
leña al fuego de la división de la sociedad en fieles e infieles.
No se ve por qué la "fuente
de sentido" para la vida tenga que reducirse a la "identidad" en
términos particularistas. Ningún fundamento antropológico impide secularizar
las identidades, creando una conciencia cultural laica, basada en valores
universales (como el conocimiento científico, los derechos humanos, las
libertades políticas democráticas y unas normas éticas mínimas), como
estimulante fuente de sentido para la vida. No se niegan las particularidades,
sino, al contrario, se crea un espacio público y un marco político que protege
su desarrollo, a la vez que establece los límites necesarios para impedir que
alguna de ellas pretenda erigirse en confesión obligatoria para todos. De esta
manera, se despolitiza la cultura, se desacraliza la política y se defiende la
esfera de la laicidad sustentada en el pluralismo. Podríamos decir, imitando a
Edgar Morin, que nos hacemos cato-laicos.
"¿Cómo juzgar a priori qué
'es' el hombre, cuáles son los conceptos pertinentes para definir su identidad,
si ya la identidad de un sistema físico-químico es relativa a su
actividad?" (Prigogine y Stengers 1988: 73). Indagar en la identidad, en
lo que somos, conduce indefectiblemente a la constatación de su
insustancialidad y de la alteridad que nos ha construido, que forma parte de
nosotros y de la que seguimos formando parte. Todo sistema cultural es
bastardo, hijo del orden y el desorden. No hay genealogía de antepasados que no
sea espuria; ni lengua que no sea híbrida; ni religión que no sea sincrética.
Cada sociedad se autoorganiza levantándose sobre los escombros de otras que la
precedieron y, en la actualidad, todas dependen cada día más de los
intercambios generalizados con las demás sociedades contemporáneas. Allende el
intramuros de nuestra cultura humana, "la hierba, las moscas, los
gorriones, los camarones, pero también los dinosaurios y los australopitecos
son de nuestra familia; sólo cambia el grado de parentesco" (Coppens 2000:
23). ¿Deseamos remontarnos todavía más a nuestros orígenes y comprimirlos en
una sola frase? Somos polvo cósmico, átomos acrisolados en el seno termonuclear
de estrellas ya desintegradas, macromoléculas terrestres enzarzadas en mil
danzas bioquímicas, descendientes de la primera célula viva, hijos de la
familia homínida dotados con el genoma específico de Homo sapiens, sistemas
evolucionados con un cerebro hipercomplejo y una mente consciente y una cultura
crecientemente mundializada. Pero ¿qué significa esto? Es como si la identidad
se diluyera tanto más cuanto más ahondamos en ella. En conclusión, lejos de
todo enfoque sustancialista, por dinámico que se pretenda, consideramos que
"la identidad es una especie de foco virtual al que nos es indispensable
referirnos para explicar cierto número de cosas, pero sin que tenga jamás
existencia real" (Lévi-Strauss 1977: 369). La noción de identidad no
resuelve problema alguno en las ciencias humanas, ni como descripción empírica
de algo particular ni como delimitación puramente teórica como esquema
taxonómico, al que no le corresponde ninguna realidad.
La identificación ideal e
inmutable de un sistema consigo mismo sólo la consuma la muerte que lo
aniquila. Mientras tanto, subsiste en la incertidumbre de preservar su
existencia en evolución, acertando a vivir y convivir como estructura
disipativa, quizá estable, pero siempre alejada del equilibrio. Al evocar de
nuevo aquel viejo dilema que planteaba "Ser o no ser, ésta es la
pregunta", surge como un eco que replica desde las profundidades de
nuestro pensamiento: Ser y no ser, ésta es la respuesta.
RESUMEN
La identidad étnica o cultural,
concebida como una esencia permanente, constituye una versión contemporánea del
racismo, reformulado en términos de razas sociales. Es un falso concepto. No
hay identidad, sino historia. El nacionalismo fundado étnicamente representa un
caso particular de etnomanía y, en los contextos democráticos, juega siempre
como una fuerza antidemocrática y, por tanto, reaccionaria. No hay etnias
homogéneas, sino sociedades internamente plurales. El multiculturalismo implica
una interpretación zoológica de la sociedad humana, al suponer erróneamente que
las culturas particulares son como especies biológicas distintas. Pero son
realizaciones históricas del mismo patrón cultural universal, abiertas al flujo
intercultural. Por eso, debemos considerar el etnicismo, el nacionalismo y el
multiculturalismo como tendencias patológicas hacia la balcanización del
planeta y obstáculos para la emergencia de una sociedad mundial pluralista e
integrada.
Bibliografía
- Azcona, Jesús
- Barth, Fredrik (coord.)
- Breton, Ronald J. L.
- Capra, Fritjof
- Castells, Manuel
- Cavalli-Sforza, Luca y Francesco
- Cavalli-Sforza, Luigi Luca
- Coppens, Yves
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- Gellner, Ernest
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http://www.ugr.es/~pwlac/G14_12Pedro_Gomez_Garcia.html
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- Harris, Marvin
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2005 "El esfuerzo humano por los descubrimientos está abocado al fracaso". Entrevista por Octavi Martí en El País, Babelia, 7 de mayo: 14-15.
- Maalouf, Amin
- Morin, Edgar
2001 El método, 5: La humanidad de la humanidad. La identidad humana. Madrid, Cátedra, 2003.
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http://www.ugr.es/~pwlac/G19_01Edgar_Morin.html
- Prigogine, Ilya (e Isabelle Stengers)
- Sartori, Giovanni